El primero había sido aquel compañero de instituto. Ahora le costaba hasta recordar su nombre, pero con quince años solo ansiaba que la viniera a buscar a casa, que la llevara lejos de la miseria de la madre sin afecto y el padre ausente, que recordasen París como si la hubiesen visitado para recordarla con melancolía, gritando con los compañeros cuando la canción sonaba a todo trapo entre clase y clase.
Cuando llegó a la facultad, los dos primeros años habían sido los del descubrimiento. Mamá quedaba lejos de aquel nuevo universo, y en el Retablo la música atronaba hasta hacerte olvidar que eras huérfana de padre sin haberlo perdido. Fue en esos inviernos de lluvia, botas y licor café cuando comenzó a amar la fotografía. La Réflex la acompañaba sobre el pecho y las carpetas de imágenes llenaban el ordenador. Podría haber recorrido cada momento de sus años de universidad, localizar cada día y cada hecho con un solo barrido.
Los dos primeros años aquellos archivos se habían convertido en su memoria, y muchos de ellos tenían nombres masculinos. Le gustaba fotografiar a los hombres con los que despertaba, añadir una descripción al lado de cada imagen, que en la madrugada le semejaba poética y con las luces de primera hora de la mañana perdía fuerza: largas pestañas azabaches, poco hablador cuando bebe, sonrisa de Manuel Carrasco.
Pasaban por su cama, pero no llegaban a ser nada más que una imagen al otro lado de la pantalla, con los detalles desdibujados conforme el tiempo pasaba sobre ellas, tan fugaz y tan luminoso como solo lo es en la juventud.
Habían recorrido aquella cama del piso compartido de la Avenida de Lugo muchos nombres incluidos en aquellas fotografías, pero ninguno había llegado a convertirse en parte de la nueva vida que había comenzado a construir cuando mamá quedó atrás. Una vida en la que no quería volver a ser abandonada. Una vida que cimentaría desde cero, porque nada de los escombros de la pasada le servía ya.
Todo cambió cuando llegó Manuel. Llovía como nunca aquel jueves de diciembre, como solo puede hacerlo en Santiago un diciembre cualquiera. Su amiga se había ido ya a casa y ella se volvía loca por una copa más. De camino al piso de la Avenida de Lugo pasó por el Maycar. Poca fila, mucha música. Entró buscando las caras conocidas de la facultad. Nadie. Entonces se cruzó con él. Las chorradas de las novelas románticas que su madre leía y ella despreciaba pero a veces ojeaba a escondidas cobraron de repente todo el sentido. Una pena no tener aquel día la Réflex para captar el instante en el que el corazón se desborda.
Supo, de manera tan instantánea como instintiva, que aquel fogonazo no traería nada bueno. Lo supo, como mamá supo que aquel hombre la abandonaría y, aun así, se acostó con él y decidió seguirlo a donde quiera que fuera, hasta que Helena nació y nunca más le permitió rastrear sus pasos. ¿Es genética la tendencia a complicarse la vida?
Ella se acercó como un rayo y entonces lo vio más de cerca. Barba de varios días, camiseta de Lamatumbá y zapatillas que se intuían embarradas incluso en la oscuridad del Maycar. La música paró de repente. Encendieron las luces. Helena miró el reloj y se dirigió instintivamente hacia la salida. A veces la presa olisquea el peligro. Ahora era una gacela en un documental de La 2. Él la detuvo. Un agarrón del hombro, el primero de tantos otros.
-¿Ya te vas a ir?
-Me voy, sí.
Helena tenía 20 años y nunca había dado explicaciones.
-Voy contigo
-Como quieras.
Al siguiente amanecer Helena rompió la tradición de los dos años anteriores. No cogió instantáneamente la Réflex para fotografiar al amante desnudo sobre el colchón de la Avenida de Lugo: primero recorrió con delicadeza su cabello negro, observó el respirar acompasado, el tatuaje en el brazo derecho. Ese mismo día supo que se había enamorado.
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